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Industrialización de Colombia: Sector Público

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En el primer artículo de esta serie, “Sin industria: a merced del mercado mundial”, explicamos la necesidad del país de incursionar en actividades de mayor valor agregado. Así mismo, destacamos la necesidad de agrupar a todos los actores de la sociedad en un gran proyecto de nación para articular la anhelada política industrial. En el presente texto analizaremos cuál será el papel del sector público en esta tarea.
Cuando hablamos de política industrial, nos referimos a toda una serie de instrumentos que tienen como objetivo establecer nuevas ventajas comparativas. Por ejemplo, si un país es competitivo en la extracción de petróleo, pero no en la de acero, se busca implantar una producción acerera con una eficiencia comparable a la de los socios comerciales. Para lograr esto, el gobierno colombiano debe ayudar a las empresas locales al tiempo que les exige resultados.

 

 Fuente: Pixabay

El bloqueo del país a los bienes extranjeros sin pedir resultados en materia de productividad a las empresas colombianas nos dejó rezagados. Bajo el argumento de “industria naciente”, se decía que las firmas nacionales debían ser protegidas de la competencia exterior, pues no disfrutaban de un mercado de la magnitud que tienen sus contrapartes en Europa y Estados Unidos. Por tanto, no vendían los mismos volúmenes y no tenían la misma eficiencia de los extranjeros, que terminarían por aplastar cualquier emprendimiento local. Sin embargo, algunos industriales colombianos reaccionaron de forma perezosa y complaciente; ofrecían productos caros y anticuados, no se modernizaron y se formaron oligopolios que se repartieron los diferentes territorios del país y luego no resistieron la apertura económica de 1991. Peor aún, frente al bloqueo de los productos extranjeros, el gran ganador fue el contrabando.
Para evitar estos fracasos, las empresas deben sentirse respaldadas, a la vez que enfrentan la amenaza de la competencia exterior y rinden cuentas por las ayudas recibidas.
¿Cómo lograrlo?
Lo primero es orientar la economía a conseguir objetivos claros. No podemos aspirar a convertirnos en el país más competitivo del mundo en todos los productos que hoy importamos. La apuesta debe ser clara y dirigida a una canasta de actividades limitada. Más aún, debe buscar industrias alcanzables dentro del marco temporal y tecnológico actual. Para esto, la autoridad puede inspirarse en el “espacio-producto”, un diagrama que relaciona las diferentes tecnologías existentes y la brecha técnica entre estas actividades. En palabras de sus autores, entre quienes se encuentra el latinoamericano Ricardo Hausmann, los países son como simios que brincan de un árbol a otro (entre actividades). No todos los árboles están a igual distancia. Es más fácil saltar de la producción de leche a la de helados, que del mismo árbol a la producción de licuadoras. La autoridad debe tomar entonces las tecnologías existentes en el país y definir cuáles son las más atractivas dentro de las que podemos alcanzar en un periodo definido. La actividad en sí no basta: el “árbol” al que saltemos debe permitirnos alcanzar árboles mejores y más lejanos. Por eso, esta primera canasta, que hará de puente a actividades más sofisticadas, la denominamos canasta de despegue.
Es claro que la elección de la canasta de despegue es una decisión técnica y política, por los aspectos tecnológicos involucrados y por la concertación de esfuerzos entre lo público y lo privado. Esto nos lleva a nuestro segundo punto: la aparición de instituciones oficiales independientes que formulen la política económica.
En una democracia el accionar económico del estado cambia con cada gobierno. Sin embargo, un esfuerzo de industrialización se extiende durante décadas, por lo cual la política económica debería ser política de estado. El criterio técnico debe incluir la voluntad del electorado, pero ningún gobernante debiese implementar un programa que ignore los objetivos principales de la política industrial. Para conformar estos organismos que aconsejen la acción del estado en la economía, el país podría inspirarse en el éxito de las instituciones económicas implementadas por los los tigres asiáticos. En Colombia, cada presidente posiciona su equipo en los cargos políticos. Pero el juicio imparcial y calculado del experto ha de ser permanente en la administración pública. Solo estos organismos podrán hacer seguimiento juicioso a un proyecto cuya naturaleza rebosa los 4 años del periodo presidencial.
Este plan de industrialización que proponemos debe incluir ayudas directas a las empresas. Pero con la ayuda debe venir la veeduría. Las ayudas tienen que estar atadas al cumplimiento de ciertos objetivos cuantificables, entre ellos, el aumento de la productividad, el inicio de una actividad exportadora consistente, el crecimiento de los salarios y la reducción de precios para el consumidor doméstico, todo en horizontes temporales claros. De lo contrario, cualquier beneficio, ya sea un crédito condonable, capitalización por parte del estado o beneficios fiscales, ha de ser devuelto al fisco. El gobierno no puede ser permisivo con el incumplimiento de estos objetivos, pues el programa de industrialización se habría convertido en una repartición de regalos a particulares financiados por la colectividad (tipo Agro Ingreso Seguro). La sanción de una empresa que desaprovechó las ayudas nacionales daría al mercado el mensaje correcto.
El estado debe así mismo erigirse en defensor de los intereses económicos de los colombianos, más allá del mero control de la inflación. Esto implica adelantar una diplomacia activa en entidades multilaterales (especialmente la Organización Mundial del Comercio), pero también frente a otros países, entendiendo que una parte importante de nuestro comercio está reglamentado por tratados bilaterales. El país no debe temer activar salvaguardas y otro tipo de protecciones contempladas dentro de los tratados de libre comercio. Sin caer en populismos económicos, es verdad que hay prácticas desleales por parte de nuestros socios: manipulación cambiaria, subfacturación, lavado de activos en paraísos fiscales, regulaciones ambientales más laxas que la colombiana, subsidios al productor, tratados negociados desfavorablemente para nosotros, y el gobierno, de la mano de las empresas, debe combatirlas incansablemente. Todo esto es posible sin violar la competencia capitalista o el derecho internacional. Un poderoso aparato diplomático que vele por empresas, trabajadores y consumidores colombianos es condición sine qua non para el surgimiento del sector productivo que generará la riqueza que hoy esperan nuestros connacionales.
Restaría la más difícil e integral de todas las tareas. El estado colombiano debe crear condiciones que favorezcan la aparición del tejido empresarial que ambicionamos. En la jerga economista hablaríamos de externalidades positivas. Estas externalidades son condiciones que impactan favorablemente los costos de las empresas, pero que vienen fuera de ella. Las esenciales son la infraestructura y la mano de obra calificada, factores que impactan positivamente las inversiones del sector privado.
Proveer infraestructura de calidad no significa marginar a los privados de su construcción: la Asociación Público Privada (APP) es un magnífico ejemplo de cómo se conjugan las virtudes de lo público y lo privado en pro de la construcción de obras civiles. Pero incluso en esta modalidad, el estado aparece siempre como un organismo que específica lo que quiere, audita la calidad del producto y vela por la correspondencia del resultado con el interés colectivo. Nunca se le puede marginar de esta misión.
Lo mismo sucede con la formación del talento humano. Para ello es menester un sistema educativo incluyente y de calidad. Municipios y departamentos deberían tener la opción de asegurar este derecho de forma interna (teniendo colegios propios, por ejemplo) o de forma externa (en concesión). En cada caso la solución apropiada debe responder a las condiciones locales, persiguiendo la inclusión y la movilidad social. Es igualmente importante hacer la pedagogía para que los jóvenes se interesen por las formaciones pertinentes para el sector productivo, cerrando así el skill gap (la brecha entre las competencias de los egresados de las instituciones educativas y lo que quieren las empresas). Todos tienen derecho a estudiar lo que su vocación les dicte, pero un país altamente tecnológico necesitará más científicos, ingenieros, tecnólogos y técnicos.
La producción de una legislación clara y eficiente, el poder de los jueces para hacer cumplir los contratos entre particulares y la acción de la fuerza pública para garantizar la seguridad hacen parte igualmente de esas externalidades que tanto necesita el país para emprender la transformación que esperamos. La tarea no es sencilla, pero Colombia tiene la voluntad y los recursos para emprender dicho camino.
En la próxima entrega, detallaremos un poco las acciones que puede tomar el sector privado en la búsqueda del país industrial.
Daniel Palacio Peña Docente economista de la universidad EAFIT y master en economía del sector público de la Universidad Panthéon-Assas de París.danielpalacio1987@gmail.com“Más que en modelos ideológicos, nuestras decisiones deben reposar en un análisis concienzudo de los límites de la acción del mercado y del estado”
Daniel Velásquez Gaviria Economista y master en finanzas.danielvelasquezg@gmail.comdvelas18@eafit.edu.co.“Transmitiendo la teoría económica en un idioma fácil”

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